Otro día en la oficina

4: Matar a la mensajera

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Requisitos del taller de escritura: «Escribir un principio que atrape».

 

El grupo especial de leones galopa a toda velocidad sobre la autovía; muchas persianas se bajan y algunas puertas se cierran; sus garras arañan el asfalto en busca de su objetivo; y en el interior de la nave nadie más allá de Erin se imagina lo que se les viene encima. De ser así, el más grande de los gorilas no estaría a punto de ceder a la ira de sus pensamientos.

—¡Cómo vuelvas a reírte! —exclama Aiyden, mientras la levanta por el pescuezo. Ella se revuelve, clava sus uñas en las manos del orangután y maullido y alarido se confunden en un eco que atraviesa la nave.

—No puedes hacerle daño a una oficial de la administración —afirma Víctor, clavado al suelo por el miedo. El lugarteniente clava sus ojos en él, y sin liberar el cuello de Erin del apretón que no deja lugar para la lengua dentro de su boca, le contesta:

—¡Siempre has sido un cobarde! Si te viese tu padre… —se lamentó.

—Puede que si lo haga —dice Víctor, con voz trémula y mirando al cielo.

—Encima crees en las mentiras de los humanos —suena la voz de Aiyden—. Después de lo que te hicieron… —Su mano aprieta más todavía. El color de Erin se torna en asfixia.

Los leones continúan arañando el asfalto en su busca. Macaan, capitán que encabeza el grupo, se detiene. El resto lo secunda. El alquitrán tiembla bajo sus pezuñas. Sus ojos azules miran su propio reflejo en el cristal de un deportivo. Se lame la pezuña y se peina la melena, al tiempo que alza el hocico al aire, y cuando parece seguro, continúa con la carrera.

De pronto se escucha el sonido de un coche tras la puerta de la nave. Y tras desvanecerse, unos golpes en la puerta de chapa, sin mucha contundencia, pero continuados. Una docena de ojos se vuelven hacia la entrada, y la mano del gorila afloja el cuello felino.

—Es… que —acierta Erin a balbucear—, estáis… tontos. —Aiyden vuelve a posar su rabia sobre ella y sus dedos vuelven a atenazar su vida. Pero antes de que le vuelva a robar el habla, su tono deviene en suspiro—: No me quitasteis el móvil. —Los dedos la sueltan. Su cuerpo se estrella contra el suelo por segunda vez al tiempo que los ojos de Aiyden se exaltan.

—Son los leones —asegura la gata desde el suelo, sin apenas fuerzas para levantarse—. Hay un localizador en cada uno de nosotros —asegura con una tenacidad que la voz no demuestra, todavía insuficiente para que la escuchasen en caso de gritar.

La chapa vuelve a retumbar con insuficiencia y el interior de la nave se torna en caos. Algunos gorilas se refugian entre la carga de los camiones, otros trepan a lo alto de los cuchillos del techo. El metal gime por el peso. Y uno de ellos se aproxima a la entrada, se asoma entre dos chapas, y tras suspirar, mira a sus compañeros escondidos y dice:

—Es un pingüino.

El primero en salir de su escondite es Víctor. Es el único que acude a la puerta.

—¡No se te ocurra! —grita Aiyden desde uno de los camiones—. Es una trampa de los leones, ¡seguro!

—Los leones ya habrían tirado la puerta —dice él sin volver la vista. Erin se lamenta mientras lame sus heridas. Sabe que tiene razón.

El gorila abre la puerta, y Awari lo mira con enfado más allá del umbral.

—¿Es qué pretendéis matar a la mensajera…? —exclama el pingüino mientras avanza en su torpe balanceo y hace resonar la chapa de la puerta con sus aletas al entrar.

—¿Quién te ha dado pulga en este purgatorio? —retumba el grandullón de Aiyden mientras se descuelga de uno de los travesaños del tejado de la nave. El golpe contra el suelo hace retumbar los huesos de los presentes y Awari baja la mirada como única forma de demostrar su miedo. Aiyden camina hacia el pingüino y se frena ante tan rígido ovíparo.

—Aquí no aceptamos cobardes —brama. Y se vuelve hacia Víctor para increparle su actitud—: Ya te puedes marchar con tu amiguito ahora mismo.

—No os habéis dado cuenta ninguno de vosotros —interrumpe Erin—, cerebros sin materia, de que hace unos minutos no hablábamos bien.

—Tú eres la que no hablas bien, gata del demonio —grita Aiyden, todavía frente al pingüino.

—Solo cuando intervienen nuestro chip se acota el lenguaje. Pero ¿cómo vais a saberlo si ya emergen acotados los pensamientos por encima de vuestros ojos? A veces parece que no veáis lo que cualquiera puede ver.

—Déjate de cuentos —suena desde uno de los camiones.

—Sal aquí —dice Erin—, si tan seguro estás de que me equivoco. Los leones no tardarán en entrar por esa puerta —sentencia la gata. Y como si de una adivina se tratase, la puerta retumba de nuevo. Esta vez, con la contundencia propia de la sospecha.

—No os resistáis y nada os pasará —asegura Awari—. Erin dirá que se trata de un malentendido, de una broma. —La gata arruga el gesto. La puerta suena de nuevo. Y una voz grave acompaña al golpe:

—Abrid, ¡policía!

—Vas listo si te crees que dejaré pasar esto —arranca la gata mirando al pingüino.

—Amor con amor se paga, amiga —dice Awari—. Y los videos de Víctor no son los únicos que tengo —asegura el pingüino mientras muestra su móvil sin torpeza, para sorpresa de los presentes. Erin protagoniza una escena muy romántica con un Yorkshire. El asombro recorre la nave:

—Ohh… Las pupilas llueven sobre la gata por un instante que le parece una eternidad.

 

Tras dos embestidas, la puerta cede. Los leones entran. A la cabeza, un espectacular ejemplar de melena repeinada, que no parece haber atravesado la ciudad a toda marcha. El grupo lo rebasa y somete a los gorilas sin forcejeos. Son más y van armados. El guapetón se encamina hacia Erin y le pregunta:

—¿Está usted bien, oficial?

El silencio rebota entre los iris de los presentes. Macaan se impacienta, y grita:

—Atadlos a todos.

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