Relatos, cuentos y leyendas

Asmodeo

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Estaba segura de haber acertado al mentir sobre sus noches. De haber dicho la verdad hubiese acabado en un psiquiátrico igual que lo estuvo su madre antes de morir, y aunque atormentada, era libre, y con esa libertad voló hacia México DF, donde enterraban a su padrastro, el tercero que conoció. Fue el primer hombre que la quiso como un padre. Cuan inoportuna y lastimosa pérdida, todavía seguía candente el cuerpo de mamá…

Su alma, inundada por un mar de lágrimas contenidas tras unos ojos carentes de fuerza para seguir drenando. Su vida… un calvario…

Pero aquel vuelo la sorprendió, todavía recordaba las primeras sensaciones que Asmodeo despertó en su alma afligida, estaría eternamente agradecida al roce accidental de su mano, la sacudió tal escalofrío, que se le escapó el café que portaba, y manchó el pantalón de tan apuesto joven.

—Disculpa…, me llamo María. —así se presentó ella, de sopetón, inoportuna…

—No pasa nada, yo soy Asmodeo, una mujer tan bonita nada tiene que disculpar… —contestó mientras le guiñaba un ojo.

La casualidad quiso que fuese quien viajaba junto a ella, y se ofreció amable a limpiarle el pantalón. Marchó con él al aseo para ello, y justo cuando frotó por primera vez sobre aquel tejano, un aluvión de sensaciones la abordó, ¿sería el sufrimiento por la pérdida?, no lo sabía bien. No podría definir si se trataba de una buena, o una mala sensación, pero se vio interrumpida por una turbulencia que no solo sacudió el avión empujándola sobre él, sacudió sus sentimientos cual batidora, y antes de darse cuenta de lo que hacía ya lo besaba con todas sus ganas, desconoce cómo se cerró la puerta y el seguro, pero gracias a dios que lo hizo… Asmodeo entró en ella sacando a todos sus demonios, disfrutó como jamás se hubiese imaginado, cualquiera se sentiría mal por aquello, dados tan recientes y trágicos sucesos, pero María caminó de la mano del mal durante toda su vida, y no rechazaría semejante gozo.

 

Tras aterrizar, acabaron juntos en el mismo hotel, pues tal fue el flechazo, que ni los compromisos de él para aquel uno de noviembre, Día de Muertos, ni el cercano funeral por parte de ella, los detuvieron en su romance.

En aquella habitación se amaron de nuevo de forma incansable, lo hacían con tal intensidad que les ardía la piel, con la fuerza de un ciclón lo arrasaban todo a su paso, y cuando ya no quedaba empuje en sus cuerpos, desistieron, rendidos en su desnudez, solapados sobre el suelo. Si las calles de la capital mejicana no fuesen un hervidero de calaveras y alabanzas a la muerte con música por doquier, cualquiera hubiese alertado a las autoridades por los gritos, pero esa era precisamente, una noche de gritos.

Entrada la madrugada, cuando la ruidosa fiesta debiera proseguir, María despertó aún en el suelo y se levantó a beber, estaba exhausta. Y justo cuando abrió la nevera se percató del sepulcral silencio que la rodeaba, se volvió rauda, ¡Asmodeo no estaba!

No se preocupó de cerrar la nevera desesperada por esconderse, con tanto gozo se había olvidado de sus demonios, de los horrores con los que había crecido. Una vez a resguardo se dio cuenta de que seguía desnuda, y no sabía donde estaba el pantalón. “¡Mi saquito!”, pensó, maldiciendo el descuido, siempre portaba un saquito con sal y agua bendita para esos casos. Aquella noche era la primera en años que no dormía rodeada de un hilo de esa mezcla, aconsejada por su difunta madre. La macabra quietud de alrededor solo podía significar que la visita sería inminente, y cerró los ojos en un vano intento por evadir su destino, agazapada bajo la cama. Tras un buen rato en el que ni la brisa, ni una mosca se escucharon pasar, decidió volver a la realidad, y aunque fuese poco a poco, despegó sus párpados. Ojeó toda la habitación desde allí y para su sorpresa… nada vio, ¿estaría loca?, había vivido demasiado con apenas veintidós años…

Salió de su escondite, se puso en pie y… nada, estaba sola. “¿Dónde estará Asmodeo?”, se preguntaba cuando, ¡Bum!, un golpe resonó en la estancia al tiempo que aparecía aquel demonio que la martirizaba desde su infancia. Su cara demacrada, ese hedor a muerte que lo acompañaban, y su escalofriante figura… Había llegado su hora, toda la vida escapando, y el descuido de una noche de amor se la llevaba por delante, igual que a su madre, una desgracia familiar.

Aquel demonio sediento de sangre se acercaba lento pero imparable, alargando la agonía de un final asegurado, mientras todo su sudoroso cuerpo temblaba. Se detuvo a dos centímetros de su cara congelada por el miedo, ¡y gritó! Un fuerte grito que consiguió desmallarla de terror pese a saberse muerta. Toda una vida sufriendo…

¿Qué mal habría hecho su madre para merecer ese calvario que ella había heredado? Enterró a seis maridos, incluido su padre. Y el séptimo no la sobrevivió más que unos días, pobre Pedro… Soñó con él tras desmayarse, ¿estaría ya muerta…?

Se despertó sobre la cama… junto a su amante, “por una vez en mi vida es una pesadilla” pensó, todavía temblorosa, fría su piel… Lo abrazó y lo amó de nuevo, agradecida por seguir viva, pero justo en el momento del clímax… la voz de su madre resonó en su cabeza: ¡Corre…!

Abrió los ojos, y… ¿ese hedor…? Era él quien la profanaba.

—No pude arrebatarle el séptimo marido a Shara, precisamente el mismo hombre que me privó de ella, pero contigo… ¡tengo suficiente disfrute! —gritaba mientras la estrangulaba poco a poco, sin que ella pudiese hacer nada— ¡Yo, Asmodeo! Demonio de la lujuria, ¡te tendré para siempre!

Y mientras exhalaba el último suspiro de vida lo comprendió todo, fue Pedro quien ayudó a morir a su madre, evitándole más locura y sufrimiento. Pero la frustración no detuvo al demonio, quien acabó también con ellos dos.

¿Existirá el infierno…? Lo averiguaría pronto. Y de ser así, lo pondría patas arriba…

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