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Argos y elfos vivían en paz desde hacía un tiempo. Dos especies diferentes parecidas a nosotros, los humanos. De hecho, los argos eran idénticos físicamente a nosotros. Los elfos, sin embargo, eran todos rubios de piel más clara, guapos y esbeltos. Con las facciones de la cara mucho más finas. Sus narices y orejas eran ligeramente puntiagudas. No eran tan fuertes como los argos, pero, eran capaces de canalizar la energía de su planeta a través de su cuerpo. Podrían verse como magos, pues, hacían cosas espectaculares.
En el valle que había entre la cordillera roja y los montes palma hacía un tiempo que se formaba algo parecido a una comunidad. Aunque argos y elfos no se mezclasen entre sí, unos al sur y otros al norte del río.
Al norte, había muchos niños elfos con los que jugar, pero la pequeña Jaira se empeñaba en jugar con los argos. Siempre le llevaba la contraria a sus padres.
De entre todos los niños que había al sur del río Aris, en el asentamiento argo, a ella le caía muy bien uno en particular, se llamaba Jito. Poco a poco, se hicieron muy buenos amigos, y cada jornada se veían a orillas del río para jugar. Se conocían desde hacía poco tiempo, pero, les gustaban las mismas cosas, y se divertían mucho juntos. A Jaira le gustaba la facilidad que Jito tenía para resolver cualquier problema. Se le daba muy bien el cálculo y la matemática. Cualquier situación que se encontraran él la resolvía con rapidez (para ella eso también era magia).
Una mañana, mientras lanzaban piedras planas sobre el agua, ella le preguntó cómo sabía dónde se hundiría la piedra o si alcanzaría la otra orilla, siempre acertaba. Y él le contestó:
—Se exactamente como tengo que lanzar y el ángulo necesario para que alcance la otra orilla.
Se puso de cuclillas y se lo mostró:
—Si me agacho así y lanzo la piedra con un efecto de rotación de cincuenta y cinco vueltas por segundo, irá lo suficientemente rápida para saltar apenas cinco veces y media antes de alcanzar la otra orilla.
—¡¿Cómo puede un niño ser tan listo?! —le preguntó ella, sorprendida.
—Me gusta calcular, me sale solo… lo hago sin querer desde pequeño.
—¡Si solo tienes diez ciclos! —(los ciclos son los años en Nubalión).
Aquello era algo muy común entre los argos, pero Jaira no estaba acostumbrada a verlo, siempre rodeada de elfos. Y, de la misma forma le sucedía a Jito, que se quedaba petrificado con cada una de las hazañas que la pequeña elfa conseguía sin esfuerzo.
Una tarde, cuando andaban por la orilla norte del Aris, por el lado de los elfos, Jaira, Jito y sus amiguitos se encontraron con un pargo. Estos animales son bestias enormes, como los lobos de la Tierra, pero grandes como leones, salvajes y fieros. Jamás atacaban a las personas (fuesen elfos o argos), si no se veían amenazados por ellos. Pero estos eran niños, y el pargo parecía hambriento. Exhibía sus dientes mientras los miraba desde lejos. Los niños se asustaron, incluso Jito echó a correr. Pero entonces, el pargo, al verlos huir, se encaminó hacia ellos a la carrera. Al salir corriendo le mostraron su miedo, y jamás ganarían a un animal tan fuerte y ágil. Además, Jito sabía que era imposible correr más que un animal de cuatro patas, no ganarían ni a un cachorro. Ellos solo tienen dos… Era matemática simple.
Aún no habían pegado el cuarto paso cuando escucharon el grito de Jaira:
—¡Quietos! ¡No se os ocurra correr!
Y los niños argos se quedaron clavados al suelo. Jito se giró, y la vio en acción. Fue impresionante:
Levantó sus manos, y en el momento que las balanceó hacia delante, el agua del río aceleró su marcha poco a poco. El pargo aminoró su paso ante el peligro que se le venía encima. Los niños ya no eran el centro de su atención. Y Jaira, para acabar con la amenaza, impulsó sus brazos con fuerza hacia la bestia. Y el río se convirtió en un torrente voraz para acabar desbordándose a la altura del animal que amenazaba con comérselos. Este acabó arrastrado por la corriente, y los niños aplaudieron a Jaira. Ahora le debían la vida, y gracias a ella pudieron regresar a sus casas a salvo.
Las oscuras noches de Nubalión había que pasarlas en casa, con los papás, resguardados de los peligros.
La pequeña Jaira era ahora su heroína. A partir de aquel momento serían muchas las aventuras que viviría el grupo de amigos. Aunque se veía a simple vista que ella y Jito se llevaban mejor que el resto.