Mi más fiel compañera lo era todo para mí, era la que daba voz a mis pensamientos, la que me inspiraba en las noches más sombrías. A la que tengo que agradecer, muchas de las ideas que tuve, y las decisiones que tomé. Su amor fue inconmensurable, incondicional, no se separaba de mi lado. Caminábamos juntas por la vida, paso a paso. Se hace duro reconocer que, también le debía a ella mis más oscuros pensamientos. Pues unas veces inspiraba en mi alma el amor más grande, pero otras, la pisoteaba, saltaba sobre ella hasta que nada quedaba, ni siquiera un suspiro de vida.
Hacía días que oía ese ladrido que trepanaba mi ser hasta despertar mis más profundas emociones, las mismas que creía ya olvidadas. La tristeza se apoderaba de mí al recordar… Y sin que pasara ni un segundo ya tenía las mejillas mojadas, y no era por la lluvia que caía sobre esta navideña ciudad. Creo que mi alma, largo tiempo inundada, se desbordaba a causa de ese maldito ladrido. Las imágenes salían de su archivo para acabar de derrotarme, me recordaban la perdida más dolorosa que jamás pueda sufrir una madre. Un recuerdo de la lucha por mantenerme a flote, el agua que se colaba en mi boca poco a poco, bajando por mi garganta, ahogándome. Y… en mis brazos, preciosa, estaba ella…, hacía mucho que no lloraba.
Parecía que fue otra vida, pero lo recordaba como si fuese el día anterior, y solo tenía ganas de morir, ¡entonces más que nunca!
Mi pequeña adoraba la navidad en aquella otra vida, antes de salir corriendo. Cuando nuestra ciudad seguía en pie, en la que no conocíamos el sonido que anunciaba la muerte…
Entonces volví a vagar sin rumbo por aquel infierno navideño, sabiéndome invisible para toda esta gente que disfrutaba de las fiestas. Todos esos que hacían como que no me veían. Intentando con ello borrar de su mente un crimen contra el que no luchan, un dolor que no conocen, pero sí lo sienten al mirarme. Preferían hacer creer a sus hijos que no existía, tirando de sus bracitos cuando se giraban hacia mí. “Sus bracitos…”, ¡otra vez ese recuerdo! Me asaltó junto al ladrido que acompañaba a los guardacostas. Los mismos hombres que no hacían nada por ayudarme, parecían esperar que desapareciera, que me sumergiera antes de llegar… Pobre Sara ¡Hacía mucho tiempo que mi niña no respiraba! No se movía, no lloraba… ¡¿CÓMO PUDIERON?!
Mis ojos eran incapaces de contener semejante torrente melancólico, largo tiempo enterrado en mi memoria. Lágrimas contenidas tras mis pupilas, que acabaron por inundar mi alma de tristeza, una por una, gota a gota. Hasta aquel día que estallé cual cascada de tristeza. Imparable.
Viéndome incapaz de desaguar tanto dolor y, desorientada por mis ganas de que todo acabase, pasé por el portal donde solía pasar las frías noches, miré a la calle, y vi la solución. Se acercaba a toda velocidad encerrada en un camión que me liberaría del infierno. Di dos pasos decidida hacia mi final, y justo cuando estaba a punto de lograrlo, de nuevo ese ladrido…
Caí al suelo empujada por sus patas, y lo primero que vi fueron sus ojitos. Ese brillo, ese amor incondicional… No podía dejar de llorar, pero mi llanto era diferente… No había duda, se trataba de Sara.
La misma noche que la conocí, abandoné a la que era entonces mi más fiel compañera, la soledad a la que le debía varias navidades de cordura en medio del infierno. La que me aportó muchos nuevos pensamientos que me ayudaron más tarde… Junto a la que analicé a la sociedad desde mi posición invisible, para extraer las más obvias conclusiones. Y también las más desapercibidas, que escondían todo tipo de frustraciones tras la aparente normalidad…
Salimos del frio de los portales gracias a su gran habilidad para encontrar personas que necesitaban ayuda, y un poder innato para ayudarlas. Nos ganamos la vida mediante la terapia asistida, con ella como principal protagonista.
Aquel día no imaginaba vivir otro amanecer, y mucho menos vivir el amanecer de tantas nuevas vidas, y la gratitud que eso despierta de forma bidireccional, la paz que aporta…
Nunca creí en ningún tipo de religión, y mucho menos en la reencarnación, o la transmigración, como se conoce en el budismo. Pero tras años de convivencia callejera, y de mutuo apoyo, tras mil y una noches contemplando a mi pequeña a través de sus ojos. Y tras volver a disfrutar de la navidad, época adorada por mi hija, y a la que le debo la vida. Hoy puedo asegurar que, aquel nombre escrito en su collar no fue casual. Se trataba de mi destino.
Así la llamaron los que la abandonaron aquellas navidades, Sara… ¡mi pequeña…!